La contraposición resulta chocante. En el mismo recorrido se suceden lo que para una mirada actual supone la violenta representación de una niña desnuda, sexualizada, y la imagen de una dama adulta que, en el momento de su muerte, es visitada por un ángel en recompensa por su castidad guardada. La alegoría del vicio de la soberbia encarnada en una señora vestida de ricas telas y llamativos colores convive con visiones de la reina intrusa, incapaz de gobernar por su género; de la muchacha caída en desgracia; la madre puesta en tela de juicio; la mujer sumisa; la indecorosa. Fácilmente reconocibles como estereotipos del machismo, todas esas nociones definieron la España de entre mediados de los siglos XIX y XX la conceptualización oficial de una femineidad encorsetada, constreñida a un canon de virtud tanto en su interpretación idealizada como en la aberrante.
De esas proyecciones emanadas de las instancias del poder, eminentemente masculinas, la muestra mueve el foco hacia el arte creado por mujeres, obligadas a realizar su trabajo bien sorteando, bien imbuyéndose de esas etiquetas. “Se trata de un viaje crítico al epicentro de la misoginia del siglo XIX”, explica el comisario, Carlos G. Navarro, conservador de pintura del siglo XIX del Prado, que pone en cuestión a través del planteamiento de esta muestra su propia andadura. “El museo es heredero de esa política de adquisiciones”, reconoce Navarro, “y ahora da un salto hacia un futuro en el que la imagen de la mujer artista pueda ser revisada con mayor precisión”.
Con un despliegue de más de 130 obras, la propuesta, que debía haberse inaugurado a finales de marzo, supone para el director del museo, Miguel Falomir, “un ambicioso paso adelante tanto en desde el punto de vista numérico como desde el conceptual”. El proyecto busca además comprender en mayor profundidad el sentido de la propia colección que atesora el Prado en sus almacenes, y poner en valor piezas que hasta ahora apenas, o nunca, habían tenido la oportunidad de emerger a la superficie. “Sin entender la idea que se tenía de la mujer, es muy difícil pensar cómo ellas podían practicar la pintura. Se trata de ver cuáles era los modelos de femineidad que las autoridades proyectaban: cuál era el tipo de mujer que se privilegiaba y alababa, y cuál era el que se denigraba y censuraba”, abunda.
Superar el canon
Cuatro años después de la primera exposición de su historia consagrada a una artista, la flamenca Clara Peeters, el Prado quiere superar las aspiraciones de “una primera generación heroica de historiógrafas del arte feministas” para desentrañar ópticas divergentes sobre el canon artístico establecido, donde también tengan cabida otros creadores desdeñados —desde los autores LGTBI a los originarios de otras procedencias, como las antiguas colonias españolas— y formas alternativas de investigar el papel de la mujer en la historia del arte. “Queremos hacer exposiciones sobre una patrona de las artes y sobre la historiadora María Luisa Caturla, una de las más destacadas de España”, adelanta Falomir, que presume: “Este es un tipo de exposición muy novedosa que nos hace sentir orgullosos: no creo que se haya hecho algo parecido en ningún otro país de Europa".
Desde el planteamiento desdoblado de la mujer como sujeto pasivo y activo de la creación artística, Invitadas se divide en dos ámbitos generales que se diferencian, además de por su autoría, por la procedencia de las obras. Se trata de un detalle que trasluce cuáles han sido, históricamente, las inclinaciones del Prado, como parte integrante de la oficialidad de su tiempo, en lo que se refiere a sus propias adquisiciones. Analizar y mostrar al público esas carencias heredadas sirve para hacer examen de conciencia y adaptarse a la mentalidad y demandas de la sociedad de esta época. “Es un proyecto valiente que no ha sido fácil sacar adelante”, ratifica Navarro.